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Traducción: Elisa Carnelli
Clarín Revista Ñ, 17 marzo 2007
El principal tema de discusión
de la Guerra Civil española fue, y sigue siendo, cómo se relacionaban el
anarquismo y la disciplina bélica en el bando republicano, señala el
historiador británico. El fracaso del antifascismo, pese a su abrumador
consenso internacional, lo lleva a subrayar el enfrentamiento
Marx-Bakunin.
La película Casablanca (1943) se ha
convertido en uno de los íconos permanentes de cierto tipo de cultura,
al menos para las generaciones de más edad. Sus frases han pasado a ser
parte de nuestro discurso, como la de "Play it again, Sam" (Tócala otra
vez, Sam), eternamente mal citada, o "Round up the usual suspects"
(Reúne a los sospechosos de siempre). Si dejamos de lado el tema central
de la historia de amor, esta película trata sobre las relaciones entre
la Guerra Civil española y los aspectos políticos más amplios de ese
extraño pero decisivo período histórico del siglo XX, la era de Adolfo
Hitler. Rick, el protagonista, ha combatido por los republicanos en la
Guerra Civil española. Vuelve de ella derrotado y pesimista para abrir
un café en Marruecos, y la película termina con su retorno a la lucha en
la Segunda Guerra Mundial. En pocas palabras, Casablanca habla de la
movilización del antifascismo en los años 30. Y los que se movilizaron
contra el fascismo antes que la mayoría, y con más pasión, fueron los
intelectuales occidentales.
Hoy es posible ver la Guerra Civil, aporte español a la trágica
historia del más brutal de los siglos, el XX, en su contexto histórico.
No fue, como debería haber sido según el neoliberal Fran©ois Furet,
tanto una guerra contra la ultraderecha como contra la Internacional
Comunista — opinión que comparte, desde un ángulo sectario trotskista,
el vigoroso filme de Ken Loach Land and Freedom (Tierra y Libertad,
1995)—. La única elección se planteaba entre dos bandos, y la opinión
democrática liberal abrumadoramente eligió el antifascismo. Por ello,
cuando a los estadounidenses se les preguntó a comienzos de 1939 qué
país querían que ganara una guerra entre Rusia y Alemania, el 83 por
ciento prefirió una victoria rusa. España estaba en guerra contra Franco
—es decir, contra las fuerzas del fascismo con las cuales estaba
alineado Franco— y el 87 por ciento de los estadounidenses apoyaba a la
República. Lamentablemente, a diferencia de la Segunda Guerra Mundial,
ganó el bando equivocado. Pero en gran medida es mérito de los
intelectuales, los artistas y escritores, que se movilizaron tan
abrumadoramente a favor de la República, que en este caso la historia no
haya sido escrita por los vencedores.
Para situar a la Guerra Civil española en el marco general de la era
antifascista, tenemos que tener presentes tanto el fracaso de la
resistencia contra el fascismo como el desproporcionado éxito de la
movilización antifascista entre los intelectuales europeos. Me refiero
no solamente al éxito del expansionismo fascista y la imposibilidad de
las fuerzas partidarias de la paz de detener la llegada, aparentemente
inevitable, de otra guerra mundial. También tengo en cuenta que sus
adversarios no lograron modificar la opinión pública.
Y, sin embargo, si puedo reconstruir los sentimientos de esa
generación apoyándome en mi memoria personal, mi generación de la
izquierda, ya fuéramos intelectuales o no, no se veía a sí misma como
una minoría en retirada. No creíamos que el fascismo inevitablemente
continuaría avanzando. Estábamos seguros de que sobrevendría un mundo
nuevo. Dada la lógica de la unidad antifascista, sólo la incapacidad de
los gobiernos y los partidos progresistas para unirse contra el fascismo
explicaba nuestra serie de derrotas.
El consenso intelectual
Esto ayuda a explicar el desproporcionado vuelco
hacia los comunistas de aquellos que ya estaban en la izquierda. Pero
también ayuda a explicar nuestra confianza en nosotros mismos como
intelectuales jóvenes, porque este grupo social fue el que más fácil, y
desproporcionadamente, se movilizó contra el fascismo. La razón es
obvia. El fascismo —incluso el fascismo italiano— se oponía de manera
fundamental a las causas que definían y movilizaban a los intelectuales
como tales, es decir los valores de la Ilustración y las revoluciones
estadounidense y francesa. Salvo en Alemania, con sus poderosas escuelas
de teoría adversas al liberalismo, no había un cuerpo significativo de
intelectuales seculares que no pertenecieran a esta tradición. La
Iglesia Católica Romana tenía muy pocos intelectuales destacados que
fueran conocidos y respetados como tales fuera de sus propias filas. No
niego que en algunos campos, fundamentalmente el de la literatura,
algunas de las figuras más prestigiosas fueran claramente de derecha —T.
S. Eliot, Knut Hamsun, Ezra Pound, W. B. Yeats, Paul Claudel, Céline,
Evelyn Waugh— pero, incluso en los ejércitos de la literatura, la
derecha políticamente consciente formaba un modesto regimiento en los
años 30, salvo quizá en Francia. Una vez más, esto se hizo evidente en
1936. Los escritores estadounidenses, ya fuera que aceptaran o no la
neutralidad de su país, se oponían mayoritariamente a Franco, y
Hollywood aún más. De los escritores británicos a quienes se les
preguntó, cinco (Waugh, Eleanor Smith y Edmund Blunden entre ellos)
estaban a favor de los nacionalistas, 16 eran neutrales (entre otros,
Eliot, Charles Morgan, Pound, Alec Waugh, Sean O''Faolain, H. G. Wells y
Vita Sackville-West) y 106 estaban a favor de la República, muchos de
ellos en forma apasionada. En cuanto a España, no hay dudas de cuál era
la posición de los poetas de lengua española —aquellos que hoy se
recuerdan: García Lorca, Machado, Alberti, Miguel Hernández, Neruda,
Vallejo, Guillén.
El atractivo de la resistencia armada, el poder combatir y no
simplemente hablar, fue casi con certeza decisivo. Cuando se le pidió
que fuera a España por el valor propagandístico de su nombre, W. H.
Auden le escribió a un amigo: "Seguramente voy a ser un malísimo
soldado. ¿Pero cómo puedo dirigirme a ellos y hablar en su nombre sin
convertirme en uno?" Creo que es prudente decir que la mayoría de los
estudiantes británicos políticamente conscientes, de mi edad, sentían
que tenían que combatir en España y tenían cargo de conciencia si no lo
hacían. La notable oleada de voluntarios que fueron a pelear por la
República es, creo, única en el siglo XX.
Eran un grupo muy heterogéneo, socialmente, culturalmente y por su
historia personal. Y, sin embargo, como expresó uno de ellos, el poeta
inglés Laurie Lee: "Creo que compartíamos algo más, algo único para
nosotros en aquel momento: la oportunidad de realizar un gesto noble y
poco complicado de sacrificio personal y fe, que quizá nunca volvería a
repetirse... Pocos sabíamos que habíamos venido a una guerra de
mosquetes que eran reliquias y ametralladoras que se trababan, para ser
conducidos por aficionados valientes pero desconcertados. Pero, por el
momento, no había verdades a medias ni titubeos, habíamos encontrado una
nueva libertad, casi una nueva moral, y descubierto un nuevo Satán: el
fascismo". No digo que las brigadas estuvieran integradas por
intelectuales, aunque servir como voluntario en España, a diferencia de
la incorporación a la Legión Extranjera francesa, implicaba un nivel de
conciencia política, y sin duda de conocimiento del mundo, que la
mayoría de los trabajadores no politizados no tenía. Para la mayor parte
de ellos, a excepción de los provenientes de la vecina Francia, España
era terra incognita —en el mejor de los casos, una forma en el atlas
escolar—. Sabemos que el cuerpo más numeroso de brigadistas
internacionales, el francés (apenas por debajo de 9.000), en su casi
totalidad había surgido de la clase obrera —92 por ciento— y comprendía
sólo un 1 por ciento de estudiantes y profesionales liberales,
prácticamente todos comunistas. Dadas sus habilidades técnicas, la
mayoría de estos en realidad trabajaron detrás de las líneas del frente.
Sin embargo, dentro o fuera de las Brigadas, el compromiso, y a veces
el compromiso práctico, de los intelectuales no está en duda. Los
escritores apoyaban a España no sólo con dinero, discursos y firmas sino
que también escribían sobre ella, como lo hicieron Hemingway, Malraux,
Bernanos y casi todos los jóvenes poetas británicos contemporáneos
destacados: Auden, Spender, Day Lewis, MacNeice. España fue la
experiencia fundamental de sus vidas entre 1936 y 1939, aun cuando más
tarde la mantuvieran fuera de la vista.
Entre los perdedores, las polémicas acerca de la Guerra Civil, a
menudo airadas, nunca se han interrumpido desde 1939. No ocurrió lo
mismo durante el desarrollo de la guerra, aunque incidentes tales como
la prohibición del partido marxista disidente POUM (Partido Obrero de
Unificación Marxista) y el asesinato de su líder, Andrés Nin, provocaron
protestas internacionales. Evidentemente, cierta cantidad de
voluntarios extranjeros, intelectuales o no, que llegaban a España
quedaron consternados por lo que veían allí, por el sufrimiento y la
atrocidad, por lo despiadado de la guerra, por la brutalidad y la
burocracia de su propio bando o, en la medida que las conocían, por las
disputas e intrigas políticas dentro de la República, por el
comportamiento de los rusos y muchas otras cosas. También en este
aspecto, las discusiones entre los comunistas y sus adversarios nunca
cesaron. Pero, durante la guerra, los que tenían dudas permanecían en
silencio una vez que partían de España. No querían darles argumentos a
los enemigos de la gran causa. Después de su regreso, Simone Weil,
aunque ostensiblemente desilusionada, no dijo una palabra. Auden no
escribió nada, aunque modificó su gran poema de 1937 "España" en 1939 y
no autorizó a que se lo reeditara en 1950. Ante el terror desatado por
Stalin, Louis Fischer, periodista de estrechos vínculos con Moscú,
renegó de sus pasadas lealtades, pero se tomó el trabajo de hacerlo
recién cuando su gesto ya no podía perjudicar a la República española.
La excepción que confirma la regla: el Homenaje a Cataluña de George
Orwell. El libro fue rechazado por el editor de Orwell, Victor Gollancz,
"quien creía, como mucha gente de izquierda, que debía sacrificarse
todo para preservar el frente común contra el avance del fascismo". La
misma razón dio Kingsley Martin, editor del influyente semanario New
Statesman & Nation, para aceptar la crítica adversa de un libro.
Estos representaban la opinión abrumadoramente mayoritaria en la
izquierda. El mismo Orwell reconoció, luego de su regreso de España, que
"una serie de personas me ha dicho con diverso grado de franqueza que
no se debe contar la verdad sobre lo que está sucediendo en España y el
papel que cumplió el Partido Comunista porque hacerlo predispondría a la
opinión pública contra el gobierno español y así beneficiaría a
Franco". De hecho, como el mismo Orwell reconoció en una carta a un
crítico amigo, "lo que usted dice sobre no anoticiar a los fascistas en
razón de las disensiones que hay entre nosotros es muy cierto". Lo que
es más: el público no mostró ningún interés por el libro. Recién en la
época de la Guerra Fría, Orwell dejó de ser una figura incómoda y
marginal.
El principal tema de debate
Naturalmente, las polémicas póstumas sobre la
guerra española son legítimas y, en verdad, esenciales pero sólo si
separamos el debate sobre cuestiones reales de las posiciones tomadas
del sectarismo político, la propaganda de la Guerra Fría y la pura
ignorancia de un pasado olvidado. El principal tema de discusión sobre
la Guerra Civil española fue, y sigue siendo, cómo se relacionaban la
revolución social y la guerra en el bando republicano. La Guerra Civil
española fue, o empezó siendo, las dos cosas. Fue una guerra nacida de
la resistencia de un gobierno legítimo, con la ayuda de una movilización
popular, contra un golpe militar parcialmente exitoso y, en importantes
partes de España, la transformación espontánea de la movilización en
una revolución social. Para llevar adelante una guerra seria, un
gobierno necesita estructura, disciplina y cierto grado de
centralización. Lo que caracteriza a las revoluciones sociales como la
de 1936 es la iniciativa local, la espontaneidad, la independencia de
las máximas autoridades o incluso la resistencia a ellas —estos rasgos
estuvieron especialmente presentes dada la singular fuerza del
anarquismo en España.
En pocas palabras, lo que se discutía y se sigue discutiendo en
estos debates es lo que separaba a Marx de Bakunin. Las polémicas sobre
el disidente POUM no vienen al caso aquí y, dadas las reducidas
dimensiones de esa agrupación y su papel marginal, prácticamente carecen
de importancia. Pertenecen a la historia de las luchas ideológicas
ocurridas dentro del movimiento comunista internacional o, si se
prefiere, de la despiadada guerra de Stalin contra el trotskismo con el
cual sus agentes (equivocadamente) lo identificaban. El conflicto entre
el entusiasmo libertario y la organización disciplinada, entre la
revolución social y el ganar una guerra, sigue siendo real en la Guerra
Civil española, aun cuando supongamos que la URSS y el Partido Comunista
querían que la guerra acabara en revolución y que las partes de la
economía socializadas por los anarquistas funcionaban bastante bien. Las
guerras, por flexibles que sean las cadenas de mando, no pueden
librarse, ni las economías de guerra administrarse, de manera
libertaria. La Guerra Civil española no podría haberse llevado a cabo, y
menos ganado, siguiendo los lineamientos orwellianos.
Sin embargo, en un sentido más general, el conflicto entre la
revolución como aspiración de libertad y el ganar una guerra no es
puramente español. Surgió con toda su fuerza después del triunfo de las
revoluciones en las guerras de liberación: en Argelia, probablemente en
Vietnam, sin duda en Yugoslavia. Dado que la izquierda perdió en la
Guerra Civil española, en este caso el debate es póstumo y cada vez más
alejado de las realidades de la época. La repugnancia moral hacia el
estalinismo y el comportamiento de sus agentes en España está
justificada. Es lícito criticar la convicción comunista de que la única
revolución que importaba era la que le diera al partido el monopolio del
poder. Pero estas consideraciones no tienen una importancia
fundamental. Marx habría tenido que enfrentarse a Bakunin aun cuando
todos los que peleaban en el bando republicano hubiesen sido ángeles.
Pero debe decirse que la mayoría de los que lucharon por la República
como soldados consideraba que Marx era más pertinente que Bakunin, pese a
que algunos sobrevivientes recuerden la euforia espontánea, aunque
ineficiente, de la fase anarquista de la liberación, con ternura y
exasperación a la vez.
Fuera de España, la Guerra Civil siguió viva, como todavía lo está
entre sus cada vez más escasos contemporáneos no españoles. Para los que
eran jóvenes en aquel momento, fue y sigue siendo como el recuerdo
acongojante e indestructible de un primer gran amor perdido.
ERIC HOBSBAWM
ALEJANDRIA, 1917
De padres judíos, nacido en Egipto y educado en Viena y Berlín,
en su familia jamás se dejó de hablar en inglés. Huérfanos de padre y
madre, él y su hermana fueron adoptados por sus tíos y se radicaron en
Londres a comienzos de los años 30. Se doctoró en Cambridge y formó
parte del grupo de historiadores del Partido Comunista. La Revolución
Francesa y la Revolución Industrial fueron temas centrales en sus obras.
Escribió una monumental historia del siglo XX y se especializó
lateralmente en el tema de los bandoleros sociales. Fue reconocido por
su rigor intelectual en todos los círculos académicos de cualquier
orientación ideológica. Integró durante un tiempo la Academia Británica.
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